A veces pienso que debería dedicarme sólo a escribir; irme a un lugar alejado y sumergirme en el mundo donde no tengo límites. Para ser sincera, lo pienso todo el tiempo. Esta es la mejor forma que tengo de ser agradecida; no sé sin con la vida, o con la suerte, o con ese Dios al que todos aman y que yo no siento (pero que aún escribo con mayúscula). Trato de ser consecuente, de vivir la vida, de ser buena persona. Esta carga ha sido el precio de mis alegrías; esas palabras crueles, esos abusos, esos malentendidos.
Mi corazón se siente tibio, tengo la cabeza tan llena de recuerdos felices que me río sola a cada rato. Llegué el 24 a sentarme a la mesa donde mis tíos. Me bajé del avión. Me trajeron a la casa. Me cambié de ropa y me pasó a buscar mi primo R, que acababa de cantar en el coro de una iglesia. En el auto le pregunté cómo le había ido, dijo que bien; pero cuando me preguntó lo mismo, me dio cuerda y no me callé más.
(No sé qué pasa con la música del blog, cuando tenga Internet en casa lo arreglaré; por mientras recomiendo escuchar Vive la Fete de Noir Desir; el grito las caga) Comencé a contarle de mi viaje. Ese que no me motivaba nada cuando sólo significaba perder la oportunidad de ir a Corea. Ahora agradezco inconmensurablemente haber pasado todos estos días en la Antártica.
He visitado muchos de los lugares más bellos de Chile. He visto otros cuantos más allá de la frontera. Mis manos, mi cara y mis labios aún recuerdan el frío. (Un break para Lady Gaga y de vuelta con Noir Desir). El resto de mi cuerpo estuvo protegido por el “traje anti-exposición”, un mameluco impermeable naranjo fluorescente y con salvavidas en la espalda por si llegaba a pegarme un piquero desde el sodiac.
Teníamos que sacarnos los guantes para bajar por una escalera que colgaba por el costado del buque; manos congeladas son preferibles a caer al mar. Doce días viviendo en un rompehielos de la Armada. Un espacio limitado que con los días se volvió familiar. Tantas personas, tan poco tiempo para hablar con todas. Viví lo que viven pocos; esos camarotes, el Drake, esa influencia extraña de la psicología masculina cuando las chicas somos minoría.
Miles de pingüinos; hermosos, simpáticos, pestilentes. Nadan como pequeños delfines. Gritan fuerte. Las focas tienen los ojos más dulces que haya visto; son oscuros, miran con inocencia. Luego se arrastran y se deslizan por el hielo para llegar al mar. Sólo de lejos vi ballenas, una familia de tímidas orcas mostrando sus puntiagudas aletas.
Sé que las chicas se estarán preguntando si los mitos sobre los marinos son ciertos. Pensar en eso dibuja simultáneamente una sonrisa en mi cara. Queridas evas, lo bueno y lo malo que se dice de ellos no lo inventó nadie. Son adorables, atentos, coquetos, simpáticos, educados y, algunos, bastante frescos.
Le conté a mi primo de mis aventuras heladas. De mi surreal experiencia contemplativa, de la hermosura del continente blanco. Visitamos varias bases, extranjeras y chilenas. Compartimos con gente que vive los años mitad de día, mitad de noche ¿qué puede ser más extremo? Me enamoré de la Antártica, ahora sueño con volver; algo de Shackleton se coló en mí.
Hubo algunas cosas que me hubiera gustado hacer; como haber bajado en Flandes para enviarme una postal o haber volado en helicóptero. Especialmente lo último me hacía una tremenda ilusión. Nunca estuvo en nuestras manos; sólo sé que algún día lo tendré que hacer.
Leer, dormir, jugar, ver películas y cantar karaoke fueron nuestros pasatiempos durante el viaje. Casi no me miré en el espejo; sólo el día en que volví a Santiago me alisé el pelo y me maquillé como suelo hacerlo. No me importaba usar los mismos pantalones varios días seguidos. Sólo era yo; sin muletas, sin máscaras.
Cuando pasas tantos días en un barco te acostumbras al movimiento del mar. Luego, cuando llegas a puerto y tocas tierra firme, se te mueve todo. Lo quieto se agita ante tus ojos, tus pies caminan sobre marshmallows. Esos son los mareos de tierra. Se hacen evidentes cuando dejas de dormir en una continua “cama mecedora” o dejas de recorrer los pasillos tipo “Tagadá”.
Hoy me puse una falda corta y una polera linda. Mi pelo brilla y mi piel luce perfecta. Hawaianas. Escucho Betty Davis Eyes de Kim Carnes, me muevo con el ritmo. Quiero ir a dar una vuelta y sentir la brisa tibia de la tarde, el calor y olvidar las ganas que tengo de volver atrás. La alegría tiene efecto rebote. Mañana será un nuevo día… práctica profesional.
Me enteré de que viene a Chile mi adorada Christina Rosenvinge (yipiyei!!); acabo de escuchar Lo Siento y aunque sea triste me fascina (también puede que me fascine porque es triste; como Tristesse Globale de Royksopp). Seguro el recuerdo de la Antártica seguirá influyendo sobre lo que escriben las yemas de mis dedos. La nostalgia me entristece, pero me encanta.