The time is gone, the song is over...

sábado, 29 de mayo de 2010

El Durazno


Nunca los duraznos habían tenido un color tan particular, profundo y aterciopelado. Pendían del mismo árbol, era el mismo tronco y las mismas ramas, pero el verano anterior su fragancia no era igual. Floreció en abundancia y ningún otro fue tan bello en primavera, la más calurosa en mucho tiempo.

Guardamos los abrigos y las calcetas de lana varias semanas antes este año. No fue necesario siquiera prender la chimenea por las tardes. Sofocadas, no podíamos aguantar mucho tiempo trabajando. Con la cocina a leña cargada, batiendo las ollas al tope con sus cada vez más espesos y burbujeantes mejunjes.

Cuando se hace insoportable, mis hermanas y yo salimos para refrescarnos bajo la sombra de los árboles. Pasamos muchas vacaciones jugando en ese patio enorme, lleno de gigantes. Teníamos prohibido tomar los frutos, a menos que estuvieran en el suelo. Según mi abuela, esa era la única forma de saber cuáles estaban maduros.

Sin embargo, de la huerta podíamos tomar lo que quisiéramos. Las frambuesas, con ese dulzor ácido; y las frutillas, que saben a rojo; las murtas, las arvejitas nuevas, los arándanos. Mi abuela se jactaba de que todos sus árboles habían sido producidos por semillas. Decía que no se fiaba del sabor de los injertos; aunque crecieran más rápido, aunque florecieran desde el principio. Ahora lo hacían con abundancia. En especial el durazno.

Tenía casi nueve años, mi edad, cuando lo vi por primera vez en un verano tan caluroso como este. Ahora tiene 20, y no dejo de pensar en cómo sería probar uno de esos duraznos. Nada tan jugoso podría aniquilar la sed que me atraganta, nada tan fresco podría detener las gotas de sudor que cruzan por mi rostro y que mojan mi espalda, ningún otro aroma podría disimular el olor de mi cuerpo cansado.

- Tienes que aprender a cuidarlo- me decía mientras enterraba una vara de coligüe en la tierra.
- ¿Para qué haces eso?- pregunté, mientras me secaba la frente con el dorso de mi mano.
- Este árbol es mi favorito. A los cinco años floreció por primera vez- me respondió ensimismada, como si hablara sola.
- Me imagino que las has visto, son rosadas y de cinco pétalos, nacen primero que las hojas y desaparecen cuando llega el fruto- dijo sonriéndome con los ojos.

Hizo tres agujeros y se alejó unos metros. Yo la esperaba aburrida y acalorada. Con el pelo pegado en la nuca. Con ganas de comer uno de esos melocotones rosados y prohibidos. Pronto la vi arrastrando un saco. Su figura muy recta se doblaba en ángulo para acarrearlo. Corrí a su lado, pero no me dejó ayudarla.

- Busca la pala, está colgada en el subterráneo- me dijo acercándose al primer agujero.
- ¿Cuál de todas?- pregunté confundida, porque nadie podría haber tenido tantas.
- Una mediana, la roja- respondió mientras yo corría a la casa y ella descocía el saco.

Cuando volví rellenamos los hoyos con esa tierra hedionda. Me daban náuseas, ganas de vomitar y comenzaron las arcadas. Con el calor pronto me sentí mareada y me tuve que sentar. Muy lejos escuchaba a mi abuela reírse de mí y hablarme. Me decía que no me moviera y que respirara hondo, que me bajaría un durazno.

Sólo reaccioné cuando un golpe seco borró enseguida el olor a estiércol del ambiente y me sacó del estupor en un segundo. Ella en el suelo, su brazo extendido, un durazno que sale rodando de su mano y choca con mi rodilla.

Nunca los volví a probar, pero no he olvidado el dulzor de su pulpa amarilla y carnosa, su jugo insolente, la suavidad de su piel rojiza y ese aroma delicado que perfuma el aire en el calor insoportable de las tardes de verano.