The time is gone, the song is over...

martes, 27 de enero de 2009


La ventana está abierta y, aunque nunca entra el sol directamente, sí logran colarse unos cuantos rayos, y sus formas reflejan sobre la cama la espesura vegetal del cerro pegado a la casa. Si uno se asoma y mira hacia arriba, sólo puede verse una mínima franja de cielo; nunca suficiente para saber del clima. Sin embargo, algunas noches la luna se queda quieta un momento en ese espacio entre el cerro y la casa, iluminando las murras, los helechos y las enredaderas.


Siempre hay olor a bosque al abrir la ventana de esta habitación. La tierra está húmeda y el sol no evapora jamás el rocío de las hojas. Si se para la oreja, se podrán oír el canto de pajaritos, el correteo de lauchas y uno que otro insecto que vuela o salta entre las ramas.


Esta es la pieza más oscura de la casa, la última, la más pequeña; en verano la más fresca y en invierno la más calurosa. No se oye la calle, ni el timbre, ni el teléfono; y aunque se dejen las cortinas abiertas, no hay luz capaz de evaporar el sueño y por esto, es perfecta para las siestas y para las noches en vela; de lectura, de escritura o de tristeza.


Me concentro en los detalles que no llamarían la atención de cualquiera. Tengo en la mente un revoltijo grande e incómodo, sensaciones que no me dejan descansar, pero que me obligan a buscar refugio en los rincones más bellos y seguros que conozco. Me taparé hasta el cuello con las frazadas y plumones de esta cama, no quiero oírme hablar sola, tan sólo imbuirme en las historias ficticias que leo y creer que estoy segura entre sus tapas.

viernes, 9 de enero de 2009

Cochamó
Maravillada por las miles de postales que he visto en estos días. Imágenes de calendario en todos lados; siempre habían estado allí, pero por alguna razón injusta e inexplicable sólo ahora vengo a percatarme de su hermosura. Será que se me contagia la emoción de quienes nunca las habían visto, será que me alegra mostrárselas a personas que quiero.

La soledad no existe ante la inmensidad; empequeñecidos somos todos iguales, sólo frágiles humanos en la vastedad de la naturaleza. La admiramos, la copiamos, pero no somos capaces de vivir en ella ni bajo sus reglas. Nos comemos sus frutos y la aniquilamos al paso; creamos una sobrenaturalaza ajustada a nuestra comodidad.

No somos parte de ella. Es como si nos hubieran traído de otra parte a vivir aquí. Me cuesta creer en un proceso evolutivo que nos haya convertido en esto, en algo tan ajeno, en algo tan destructivo. Veía hoy en Cochamó la orilla del mar convertida en basural, las pesqueras, el humo de los incendios forestales.

Amo a mi especie porque es capaz de amarse, porque es conciente de sí y de otros. Preferiría dedicarme a la filantropía que a la ecología y, aún así, termino siempre sintiéndome avergonzada de nuestros actos; cuando nos limita lo básico, cuando ejercemos esa irresponsable capacidad de hacernos los tontos…