La ventana está abierta y, aunque nunca entra el sol directamente, sí logran colarse unos cuantos rayos, y sus formas reflejan sobre la cama la espesura vegetal del cerro pegado a la casa. Si uno se asoma y mira hacia arriba, sólo puede verse una mínima franja de cielo; nunca suficiente para saber del clima. Sin embargo, algunas noches la luna se queda quieta un momento en ese espacio entre el cerro y la casa, iluminando las murras, los helechos y las enredaderas.
Siempre hay olor a bosque al abrir la ventana de esta habitación. La tierra está húmeda y el sol no evapora jamás el rocío de las hojas. Si se para la oreja, se podrán oír el canto de pajaritos, el correteo de lauchas y uno que otro insecto que vuela o salta entre las ramas.
Esta es la pieza más oscura de la casa, la última, la más pequeña; en verano la más fresca y en invierno la más calurosa. No se oye la calle, ni el timbre, ni el teléfono; y aunque se dejen las cortinas abiertas, no hay luz capaz de evaporar el sueño y por esto, es perfecta para las siestas y para las noches en vela; de lectura, de escritura o de tristeza.
Me concentro en los detalles que no llamarían la atención de cualquiera. Tengo en la mente un revoltijo grande e incómodo, sensaciones que no me dejan descansar, pero que me obligan a buscar refugio en los rincones más bellos y seguros que conozco. Me taparé hasta el cuello con las frazadas y plumones de esta cama, no quiero oírme hablar sola, tan sólo imbuirme en las historias ficticias que leo y creer que estoy segura entre sus tapas.