The time is gone, the song is over...

domingo, 31 de agosto de 2008


Tranquila no puedo escribir pensando en lo que no debería. Comienzo perfecto y termino hablando de lo que no debo nombrar. Me entristece cómo veto estas teclas por otros y por mí; la censura limita espantosamente. Me da miedo no poder trascender y exteriorizar mi interior; no quiero darme libertades que puedan dañarnos. Esas telarañas, esas alfombras sin levantar.

Hay temas intocables, personas innombrables y recuerdos que se guardan, no se hablan, pero que se piensan mucho. Me imaginé confesando intimidades; no fui capaz de articularlas sin medir, en cada palabra, su significado muchas veces doloroso; se volvieron puras imprudencias. Al dudar, preguntar; me han dicho tantas veces como periodista. Pero yo no sé si quiero saber, si busco la tranquilidad de la certeza, la ignorancia feliz o la angustia de la incertidumbre.

Entonces Londres36, que lo quiere todo para ayer y que lucha a diario para no caer en la obscura frustración, se mueve poco y prefiere no arriesgar pellejos ajenos (ni el propio). La conclusión es que no vale la pena exponerse con poco tiempo para limar. Necesito dejar de recorrer estas calles, olvidar cómo duelen los pies y partir tan lejos como el viento me quiera llevar.

Si estamos aquí para ser felices, qué tan felices podemos ser. Cuánto vale el sueño de tu vida, cuánto vale si no lo puedes compartir. Esta fragilidad física nos vuelve quejumbrosos si vivimos de sentimientos; yo quiero apelar a lo que unos llaman espíritu, ese que no he visto, ese que sólo en mi imaginación conozco y quiero creer, quiero creer que está ahí, como don, como garantía de una buena razón para existir.

Ya no me volví loca por pensar demasiado. Ya no perdí por llegar después. Si lo que he tenido en esta vida ha sido suerte, a alguien se la tendré que agradecer. La voluntad me falla y he dejado de confiar, de esperar bondad. Tengo un sueño ermitaño, me voy a la montaña, con un lápiz y una libreta, sólo podré volver si logro crear una verdadera ficción.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Inside and Out - Feist



Esta está ideal para los días lluviosos. Aún no entiendo cómo se pueden hacer canciones que suenen alegres aunque sean todo lo contrario, pero me gusta. No se deprima, aunque no le correspondan haga como que quiere bailar este tema setentero. Ironías, ironías; se acaba de cortar la luz.

domingo, 24 de agosto de 2008


Fin de semana. Exceso, descanso, progreso. Tanto que puede pasar en dos días, sólo dos días en que nos predisponemos a estar mejor. Nada supera un viernes en la noche. Nada mejor que comer sin recalentar. Se acaba ahora, se siente aún algo en la guata, por eso que se cayó en las baldosas. A ver si te apareces, a ver si me odias, a ver si me hablas. Nadie me logra convencer de no ser yo; con el ello un poco disperso, con los ojos abiertos y esperando, siempre esperando.

Más feliz se ve probable, atenta al clima oigo mientras me siento y pienso que pronto llegará la primavera, con ese olor, con esos soles. Quiero bailar, quiero cantar, quiero volar y entender, y crecer, y no ser lo de siempre. Me estoy preparando para los meses estivales y esa presencia tan etérea. Cada día soy más fuerte, cada día lo pienso mejor.

viernes, 15 de agosto de 2008


Lluvia en la ciudad, el pavimento ennegrecido. Ni paraguas, ni vaho, ni más ruido que el de las gotas. Silenciosa y con los ojos cerrados, invocó el tiempo en que vivía en el sur, respiró fuerte y pudo sentir el olor a frescura del pasto mojado, el oloroso espesor del lodazal; el viento que golpea y hace más difícil resistir la gravedad.

Acostumbrada a caminar contra el viento, avanzó por la acera llena de hojas adheridas al suelo, las pisó sin esperar que crujieran y esquivó los charcos que pudo, pero la mayoría ya eran pozas más bien profundas, ineludibles. Avanzaba rápida, concentrada en sus pasos, pensando sólo en volver pronto a la cama.

Desabrigada para la noche, pero no hacía frío. La lluvia ya había calado sus pocas prendas de lana delgada y algodón; incluso la ropa interior ya la sentía pegada al cuerpo por la humedad, poco a poco la mezcla de ésta con el viento le ponía la piel de gallina, le dilataba las vías nasales e involuntariamente tiritaba con escalofríos.

No fue precavida antes de salir, debía llegar rápido, no había tiempo para pensar porque todo parecía superfluo en comparación con su cometido. Prefería sacudirse la modorra, no hacer caso al clima y cobijarse en la idea de llegar pronto. Pensaba que necesitaría poner en práctica todas sus virtudes, toda su calma, todos los buenos recuerdos que justificaban esta caminata en la madrugada.

La ciudad dormía apacible, no se oía ruido humano o animal, la naturaleza sólo dejaba ver su fuerza a través del imponente clima; nadie que no tuviera una buena razón saldría a pasearse a esas horas, nadie soñaba siquiera con que hubiera un alma vagando sin resguardo alguno y en completa soledad.

Casi una hora de paso ágil la llevó ante un portón de metal, oxidado y descascarado, restos de pintura áspera hirieron sus nudillos entumidos al golpear; lo hizo con fuerza, una, dos, tres veces y aguzó el oído esperando respuesta. Nada. No quería que fuera ya muy tarde, pesaría en su conciencia no haber llegado a tiempo.

Entonces pudo oír un par de pies, calzados con zapatillas de levantar, que se arrastraban sobre las baldosas del interior; una llave abrió un candado, otra una cerradura, se corrieron cadenas y cerrojos, precauciones necesarias para el barrio, inoportunas para esta noche.

La misma vieja que la había llamado le abrió y sin decir nada la hizo entrar mientras le extendía una toalla pequeña, gris, hedionda a humo, pero seca. Enjugó su rostro y las mechas que goteaban, ya tenía su propio charco bajo los pies. La mujer le hizo ademán de esperar y desapareció tras una cortina mugrienta al final de un pasillo mal iluminado.

Repentinamente sintió calor en todo el cuerpo, no era ni por la toalla ni el bracero, eran nervios, adrenalina que empezó a recorrerla en esa espera que se hacía interminable, desesperada e ineludible. Comenzó a arrepentirse de haber ido, él no merecía este encuentro, ¿la trataría mal acaso? ¿Sería el mismo de siempre?

No lamentaba no haberlo visto en tantos años, no sentía pudor en reconocer que prefería tenerlo lejos y no saber de él, a revivir malos recuerdos, esos que opacaban tan drásticamente los buenos; porque él nunca reconoció, nunca tuvo la conciencia o el coraje para dar la razón a sus víctimas, por mucho que lo amaran.

Ella era el único familiar que lo visitaba en años, repitió su nombre y sólo su nombre en los últimos días; febril y desahuciado pidió a su cuidadora que la llamara. El mensaje fue breve, la vieja pronunció su nombre en el auricular y ella no tomó más que las llaves antes de salir. Años antes imaginó tal cual ese momento y se había preparado inconscientemente para enfrentarlo.

Él ya no le daba miedo, pero lo seguía imaginando capaz de herir y eso ponía a la defensiva a su corazón tan cansado de llorar. Su padre, fuente de carencias, violencia y manipulación. Su padre, un viejo postrado en un camastro mísero, tras la cortina que ya removía sin haber esperado la señal.

Lo vió ahí, arropado hasta el cuello. Su piel, siempre morena y teñida por la nicotina, estaba pálida, arrugada y suelta; flaco y barbón, ojeroso, medio dormido. La vieja le pasaba un paño mojado por la frente, lo enjuagaba y estrujaba una y otra vez en una pócima marrón. Tenía pequeñas heridas abiertas en las manos y en el rostro, también costras negruzcas por doquier.

Repentinamente abrió los ojos, de una vez, sorprendiéndola, exaltándola. Fijó la mirada en los ojos nerviosos de su hija, sostuvo el acto y con un ruido gutural ordenó a la cuidadora que saliera. Encorvada se paró con el cuenco de líquido oscuro entre las manos sin articular palabra.

El enfermo volvió a mirar a su hija por unos minutos de eterno silencio, el momento era parte del funeral, una prolongación hacia atrás, hacia el último respiro, una despedida anticipada. En la cabeza de ella se agolpaban tantos hechos que ninguno era bien reconocible, entremezclados y nebulosos, extraños, buenos y malos.

Ninguno habló, sólo se oían las muchas goteras de la habitación que golpeaban fondos de tarros y viejas ollas de aluminio. Después de observarse por casi una hora, estudiando los cambios físicos de ambos, como reconociéndose después de tantos años, ella se acercó lentamente y se sentó en la silla que ocupara antes la vieja.

No podía evitar pensar que su padre estaba irreconocible, que no parecía coincidir el recuerdo de un hombre obsesivo y desequilibrado con ese viejito decrépito a punto de morir. ‘La hierva mala nunca muere’, había oído decir a su madre tantas veces, las muchas veces que él se aparecía para someterla al castigo de quererlo tanto, tanto como una niña pequeña ama y defiende a su padre sin oír razón; pero que luego, al crecer un poco, se decepciona y se da cuenta que debe priorizar la propia salud mental.

Nunca le deseó la muerte, pero siempre sonó a solución. Nunca le deseó males, pero sí lo quiso lejos y sabía el dolor que le causaba a él. No podía ayudarlo, no podía hacerse cargo de su inconsciencia, de su inmoralidad, de su amor retorcido, de sus carencias, de su insano afán por manipular. Agresor, perturbado, triste, egoísta, nunca fue sensato; alma invadida que muchas trataron de salvar.

Él la seguía mirando sin decir palabra, como si esperara que ella se pronunciara. Sin embargo, no le daría más. La mujer se paró de la silla lentamente, una chispa de claridad le iluminó la mente; su afán de comunicación y precisión lingüística estaba de más en ese momento. Si le iba a perdonar debía hacerlo sin darse motivos de arrepentimiento, no sabía cuál sería la reacción de él.

Se acercó y le tomó primero la mano. Le temblaron los labios, quiso llorar, pero aguantó con la mandíbula rígida. Él la observaba conmovido, sin emitir sonido, sin moverse, sin reaccionar más que a través de sus pequeños ojos negros, más negros esa noche, pero inofensivos, como nunca antes.

Apretó fuerte su mano y le planto un beso de varios segundos en la frente. Muriese o no jamás lo volvería a ver, no respondería más llamados, ni contestaría más preguntas sobre su padre. Soltó la mano inmóvil, áspera y fría; cruzó el umbral corriendo la cortina sin volver la mirada; en el portón se encontró con la vieja, se despidió inclinando un poco la cabeza y salió a la calle.

Había dejado de llover fuerte, chispeaba un poco y el viento era sólo una brisa fría. Comenzaba a aclarar.

jueves, 7 de agosto de 2008

Cambio de casa aún en proceso; problemas domésticos en solución; buenas relaciones, buen ambiente. Otro examen aprobado y falta uno. Noticias de todo tipo y yo sin concluir nada, arreglar un asunto sólo lleva al siguiente, pero bien, con la frente en alto, esperando lo mejor.
Lo largo y tendido de mis palabras no será el caso hoy, debo ir a esperar a un técnico y a estudiar. Pronto sabran más de mi.