Hace años que no me sentía así de pequeña y pasada a llevar como el otro día en el metro de Santiago cuando, después de quejarme con un tipo que salía del carro detrás de mí y que me daba desagradables empujones con la mano, intencionalmente me pegó uno que casi me bota.
La gente reaccionó a penas. Le dijeron un par de cosas y lo miraron feo. A mí nadie me preguntó nada, no había guardias, no había nadie que me hiciera sentir mejor. Yo era como Alicia encogiéndose muy rápido, pequeña e impotente. Lo peor es que yo, que soy una mujer que no se deja pasar a llevar… no pude decirle nada.
Fui a la escalera y el tipo caminaba delante de mí. En mi cabeza rondaba la idea de sacar un lápiz y clavárselo en la espalda, pero no iba a conseguir nada. La rabia, la frustración, la soledad que sentí me recordó el período menos alegre de mi vida y me odié por eso.
Me acerqué a un guardia y le conté lo que había pasado. Me preguntó si tenía alguna herida. Como si sangrar fuera la única prueba posible para mi malestar. Apunté con el dedo al tipo y le pedí que le dijera algo. El muy imbécil se rió y me dijo que no podía hacer nada. Insistí e hizo como que iba donde él. Me quedé mirando y lo vi volver como si nada. La falta de pantalones se generalizaba.
¿Por qué soportar tanta prepotencia? ¿Qué hace un hombre así en la calle? Pienso que seguramente su mujer y sus hijos ruegan todos los días por que no vuelva, para que no abuse de su familia “bien constituida”, para que no le mienta a los conocidos sobre “su vida ejemplar”, para que todo, como casi todo en este país, se mantenga “puertas adentro”, porque así debe ser.
Este tipo de cosas no me las trago. Las escupo en la cara de quien se lo merezca. Personas como esas no debieran cruzarse ya más en mi camino…