
Tengo una costumbre hace años; me gusta caminar de noche. Salir a dar vueltas con la cabeza un poco ida y el cuerpo relajado, que la música no deje oír los autos que pasan, esquivando los faroles y las ventanas iluminadas. A paso rápido, apurada por llegar, aún sin saber a dónde.
Me pinté los labios, tomé las llaves y salí. Bajando la escalera me puse los audífonos y revisé si llevaba todo en el bolso. Ya en la calle crucé al parque, anduve por un camino de arena que se colaba entre los dedos de mis pies y observé a la gente. Había parejas en las bancas, unos pokemones tomando un copete y unos punkys que caminaban en sentido opuesto.
Prendí un cigarro mientras cambiaba el semáforo y pasé por calles que no conocía, vi mucho que no había visto y conocí a personas de cuyos rostros aún no logro acordarme. Jamás me perdí, siempre tuve los ojos abiertos. Lo que oí ya lo olvidé, lo que observé sigue aquí, nunca tuve miedo, no quiero temerle a nada. Esa carretera serpenteante, mi vista en el retrovisor, tú y yo nunca nos vimos a los ojos.